Seis años de edad y estoy acostada en la
cama de mis padres que me parece infinita. Era de esas grandes, queen size con
sábanas blancas que parecían nubes. Podía ser el mediodía porque el sol se
colaba por la ventana enorme del cuarto. Estaba tirada en medio de semejante
colchón, con las piernas extendidas, los brazos a lo ancho en posición de
derrota o pleno descanso. Debería estar soñando profunda y rotundamente que
hasta el sudor corría por mi frente. De esos sueños que disfrutan los niños, de
esa tranquilidad plena que nunca invade la preocupación. Justo en frente de la
cama está aquel librero alto, gordo y de madera, con un estéreo que amenizaba
tantas mañanas en las que mi mamá se arreglaba y bailaba.
“Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro
es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre la mar”, me cantaba mamá mientras
me arrullaba en el mar blanco de sábanas y la veía sonreír y cantar.
Tengo 8 años y abro la puerta de mi
antigua casa. Era grande, de madera y muy pesada. Doy un paso adentro y me
invade el olor a comida casera. Ya me imagino a mi mamá en la cocina, pala de
madera en mano y la sonrisa, esa que siempre me recibe. Y allá, en el estéreo,
su fiel acompañante, cantándole al oído:
“Yo amo los mundos sutiles ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”. Ella se enamoraba y decía que era poesía, yo sólo me reía al imaginar unas pompas llenas de jabón.
“Yo amo los mundos sutiles ingrávidos y gentiles como pompas de jabón”. Ella se enamoraba y decía que era poesía, yo sólo me reía al imaginar unas pompas llenas de jabón.
A los 12 años y trece horas de vuelo
después aterrizamos en Barcelona y nos perdemos en los callejones catalanes.
Son las 9 o las 10 o alguna hora de la noche fresca que ha dejado la lluvia.
Las luces amarillas iluminan el suelo empedrado y mi hermana guía el camino,
nosotras, las turistas atrás. De repente, mi madre grita emocionada, brinca y
se pega a la ventana de un pequeño restaurante en una esquina. Que vergüenza,
pienso. De todas maneras nos acercamos. Como olvidar su cara, los ojos le
brillaban y la boca sonreía hasta las orejas. Del otro lado de la ventana
estaba un hombre que ya con el ceño fruncido aparentaba más de 50. Ni él ni
nosotras entendíamos. Hasta que allá, a lo lejos y cerca de la cajera del lugar,
estaba un póster de su fiel cantante, su compañero. –¡Serrat!- gritó y se le
mojaron los ojos. Poco a poco se alejó de la vitrina, un poco decepcionada, un
poco consternada pero satisfecha. El poeta de las mañanas y ella en su ciudad
natal. Sabía que era lo más cercano a él, y sin embargo, era suficiente. Como
si le agradeciera a la vida por hacerla sentir viva.
“Hace algún tiempo en ese lugar donde los
bosques se visten de espinos se oyó una voz de un poeta gritar caminante no hay
camino se hace camino al andar”.
Tengo 15 años, y como cada noche, las
hormonas me recuerdan lo poco que me entiende mi madre. Me recibe una nube de
humo, el delicioso aroma a cigarro, la luz bajita y las voces de mamá y Gaby
–su amiga de siempre- cantando junto a la
voz del catalán que sale de aquel viejo
aparato. Están inmersas en la plática, arreglan el mundo, lo descomponen y se
entienden. “Golpe a golpe, verso a
verso”.
Estás acostada en tu cama, en esa queen
size que ahora me parece tan pequeña. Mi edad ya no importa, ni la tuya. Ya no
está el humo del cigarro, están los aparatos. Tampoco el estéreo, lo remplazó
el arsenal de medicinas. Te busco entre tus pupilas y ya no encuentro las
noches españolas llenas de emoción. De todas maneras saco tus discos, tu
colección que permanece guardada junto a tu buró con la esperanza de poderlos
volver a cantar. Se mueven tus labios en un intento de sonrisa y tus dedos al
ritmo como si fueran piernas. Sigues aquí pero ya no.
“Murió el poeta lejos del hogar le cubre el polvo de un país vecino al alejarse le vieron llorar caminante no hay camino se hace camino al andar”.
Hoy vuelvo a tener 20 años. Mi cama es
matrimonial y el estéreo acumula polvo en algún lugar de la casa. El librero
está ahora frente a mi colchón. Qué ironía. Y tu ya no estás. Ya no bailas, ni
gritas ni te emocionas con aquel poeta que algún día descubriste y que yo
apenas empiezo a entender. Hoy a Serrat lo escucho sola en mi teléfono o en la
computadora. Lo escucho mientras te imagino que fumas a un lado de mí, me abrazas
y sonríes porque al fin comprendo las letras del viejo.
“Caminante son tus huellas del camino y
nada más. Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace el
camino y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a
pisar. Caminante no hay camino sino estelas en la mar”.